viernes, 3 de febrero de 2017

Ira


Me alejé de la ciudad, con sangre en las manos. Pensaba en todo -y en nada-mientras corría por el arcén de la carretera. El agua caía por mi cara hasta el punto de que mi vista estaba borrosa y el pelo, empapado, me llegaba a la altura de las cejas. Seguí corriendo, aún así, durante al menos media hora, haciendo caso omiso al ruido inestable de mis pies en el suelo, donde el lodo chapoteaba a cada pisada; a mis pensamientos, que me decían que no había escapatoria... y a lo que me gritaba la mente.

Tropecé y me quedé a cuatro patas. No me dolía, me sentía simlpemente golpeada por la realidad. Miré mis manos apoyadas en el asfalto cubierto de barro, la sangre resbalaba por el antebrazo derecho hacia la mano y, por un segundo, parecía que se fundía con la tierra empapada del arcén.

Ahí, a aproximadamente cinco kilómetros al sur de la ciudad, me pareció el único momento en el que me podría parar a pensar en mucho tiempo. ¿A dónde me estaba llevando aquella espiral de locura?

Y ahí, me di cuenta.
El problema residía, como casi siempre, en la creencia general de los individuos en la superioridad moral de estos sobre el resto.
¿Y quién era yo para luchar contra eso? Estaba harta de odio, harta de discusiones en callejones sin salida, harta de rencor y harta de espinas que, cada vez, escocían más, y más.
Y si nadie lo veía -o nadie quería verlo-, ¿debería quedarme a intentar explicarlo?


Esto era, para mí, como el dilema del lobo.
Cuando ya ha matado a un rebaño entero, ¿debe ir al pastor a darle explicaciones y pedirle perdón, aguantar los palos que probablemente se llevaría, o debe seguir moviéndose y alimentándose?

El lobo se mueve.

No porque no le importe, si no porque el pastor nunca lo entendería. Y el lobo era consciente de eso. Porque, lo que para él era ley de vida, para el pastor era una pérdida inmensa.

... ¿Y cómo culparle por sentirse así?

Y el lobo sonrió con tristeza. Porque había en él más empatía que en la mayoría de humanos.
Pero él sólo comía ovejas.
Los humanos... "Los humanos ya se matarían entre ellos".

Sonreí, sin terminar de enfocar la vista. Cuando me miré las manos, apenas quedaba sangre en ellas.
Sin embargo, seguían oliendo a ira.
La misma ira que iba a acabar con todos.


miércoles, 25 de enero de 2017

Una mente que conoce el sufrimiento


"Una mente que conoce el sufrimiento es muchísimo más valiosa"


Sus palabras habrían cortado el aire, derretido las llamas de una hoguera a media noche, o cambiado la luz del propio sol, de haberlas pronunciado en voz alta.

¿Y acaso no era cierto?
¿Acaso no son nuestras heridas, esas que sangran, supuran, se curan y cicatrizan -que, a veces, incluso se vuelven a abrir si no las tratamos con cuidado- las que nos hacen ver la vida con otra perspectiva; al igual que miramos la habitación que hay detrás de nosotros, al otro lado del espejo?
Y de repente parece otra habitación totalmente diferente, aunque sólo esté invertida. Curioso el concepto de perspectiva, teniendo en cuenta que esta sólo cambia al dejar de mirarnos a nosotros mismos -o tal vez cuando ya nos tenemos vistos de más- y empezar a mirar más allá.

Y es que aquellos que han conocido el dolor, como quien ha conocido la importancia de un té caliente cuando llegas a casa de alguien en invierno, saben ver cosas que otros no ven.
Ven el Vacío. La Soledad. La Ira, la Tristeza y la Bondad. Y todos tienen cara. Todos tienen un rostro, un olor, un color, una particular mirada.

¿Y cómo no reconocerlos? ¿Y cómo no notar cómo te rodean y te envuelven en ellos, abandonándote a su esencia en ese aterrador conformismo emocional del que huimos pero que abrazamos cuando más lo queremos y menos necesitamos? Porque no está en nuestra mano luchar contra ellos. Porque nosotros, como humanos, no podemos luchar contra ellos.
Sin embargo, nosotros
Como humanos.
Podemos reconocerlos.
Saludarlos con una sonrisa
e invitarlos a tomar el té.
Porque es invierno.
Y porque hace frío fuera.